Nunca las segundas partes fueron mejores que las primeras...esta no es la excepción
jueves, 18 de febrero de 2010
Una vez en la vida (Por Waldemar Iglesias)
La historia de los Mundiales es también territorio de pequeños superhérores que tuvieron su día o su instante de gloria. Un gol, una jugada, una situación pueden enterrar anonimatos y hasta generar mitos.
A Luis Baltazar Ramírez Zapata le decían El Pelé. Era una de las figuras del seleccionado de El Salvador que había llegado al Mundial de España 1982. Eran tiempos de guerra civil en su país y el fútbol resultaba una suerte de ventana a través de la cual se podía mirar otra cosa que no fueran horrores. El debut del seleccionado centroamericano fue histórico en varios sentidos: el 10-1 de Hungría constituyó la máxima goleada en la historia de las Copas del Mundo. Pero ese único gol de Ramírez es aún hoy el mayor motivo de orgullo en la vida futbolística de El Salvador. "Ese remate final fue todo", dicen varios de los consultados en el documental "Uno. La historia de un gol", dirigido por Gerardo Muyshondt y Carlos Moreno. Sucede que aquel gol del honor fue el único en las dos participaciones de El Salvador en la máxima competición. Pero no sólo eso: aquel 1-10 resultó también la más linda cicatriz en la historia de este seleccionado. Por eso, aunque ahora dirija a un equipo de la Segunda División, Ramírez Zapata sigue siendo El Pelé, el dueño de aquel grito que todavía se escucha.
Hubo un día en el que Saeed Al Owairan, un morocho flaquito y rapidísimo, jugó a ser Maradona. El 29 de junio de 1994, durante el Mundial de los Estados Unidos, Arabia Saudita, dirigida por el argentino Jorge Solari, enfrentaba a Bélgica por la tercera fecha de la primera ronda. Los asiáticos necesitaban un triunfo para pasar a octavos de final. Iban cinco minutos y Al Owairan imaginó posible lo inverosímil y fue tras la epopeya fugaz: recorrió unos 70 metros en zig-zag con la pelota al pie, gambeteó a cinco belgas que miraban y corrían detrás sin poder creer, se enfrentó al arquero y, cuando estaban por derribarlo, definió cruzado. No había cualquier arquero enfrente: se trataba de Michel Preud'homme, quien en esa Copa del Mundo recibió el premio Lev Yashin al mejor en su puesto. Igual, fue gol. Después, Al Owairan abrió sus brazos, trotó mansamente, miró asombrado las tribunas del Robert Kennedy Stadium, de Washington, y escuchó el homenaje de esos miles de incrédulos desconocidos. Todos lo aplaudían. Ese año, también por semejante golazo, Al Owairan fue elegido como el mejor futbolista asiático. Usaba la camiseta con el 10 en la espalda. Con su gol a Bélgica -considerado el sexto mejor de la historia por la FIFA- demostró que no era casual el número. Desde entonces, claro, le dicen El Maradona del Golfo Pérsico.
Esas dos historias son también el retrato de lo que un gol puede significar en el marco de un Mundial: puede transformar a un anónimo en un mito o permitir a un futbolista cualquiera ser Pelé o Maradona al menos por un rato. Los casos de Ramírez Zapara y de Al Owairan no son, de todos modos, los únicos en el ámbito de los pequeños superhéroes de las Copas del Mundo. Hay otros.
En 1950, los ingleses llegaban al Mundial de Brasil a demostrar una presunta verdad de esos tiempos: que eran los mejores. Era su primera participación en los Mundiales y había debutado con una victoria cuatro días antes. Y enfrente, en el estadio Independencia de Belo Horizonte, estaba Estados Unidos, una suerte de invitado a la demostración de Los Inventores. Pero de repente todas las presunciones se pusieron de rodillas: los americanos, con un gol de Joseph Edouard Gaetjens, se impusieron 1-0. En el equipo inglés jugaba Alf Ramsey, de quien la historia contó luego que aprendió la lección: en 1966, ya como entrenador, llevaría a Inglaterra al único título mundial de su historia. Pero a Gaetjens -ese haitiano que hizo feliz a Estados Unidos con un grito- nadie le agradeció por aquel cachetazo que despertó a los ingleses.
Pak Doo Ik era un dentista de cuerpo escueto y tenacidad enorme que jugaba para el seleccionado de Corea del Norte en el Mundial de Inglaterra 1966. El y otros diez compañeros sin experiencia relevante debían enfrentar el 19 de julio a Italia por la última fecha del grupo D. La lógica era inflexible: no había posibilidades para los asiáticos ya que hasta un empate clasificaba a los italianos para los cuartos de final. Parecía apenas un trámite. Los coreanos -conocedores de los antecedentes de su rival- ya tenían sacado el pasaje de regreso a Pyongyang. Pero en Middlesbrough, el dentista que jugaba al fútbol produjo una de las sorpresas más grandes de la historia: a los 42 minutos del primer tiempo convirtió el gol de su vida. Sólo cabían asombros en el Ayresome Park. Los que no podían perder, perdieron. Y fueron recibidos en consecuencia: de regreso en Italia los esperaban insultos, hostilidades y tomates. Después leyeron las tapas de los diarios. La Gazzetta dello Sport había encontrado la palabra justa para aquella sensación: "Vergogna" (vergüenza).
En tiempos del Muro de Berlín, las dos Alemania se enfrentaron sólo una vez. Fue por la primera ronda del Mundial de 1974. La Alemania Oriental venció 1-0 a la Occidental. El único gol lo convirtió Jüergen Sparwasser. El año pasado, entrevistado por el diario As de España, el goleador lo contó con cierto tono de broma: "Recibí un pase largo, corrí y al entrar en el área disparé sin pensarlo y batí a Maier. Siempre dije que rematé desde el este con dirección al oeste". A Sparwasser no le importaban los lujos, le molestaba la burocracia y le dolía el muro que lo separaba de tanta gente que quería. Le incomodó siempre el carácter político de su gol. Y lo dijo: "Tras la caída los alemanes de un lado preguntaban a los del otro: '¿Dónde estabas cuando marcó Sparwasser?' Ese gol me trajo más problemas que alegrías...". Aún hoy, su gol es un contradictorio emblema de aquellos días.
Tampoco era sencillo para Argelia. El debut en 1982 era frente a Alemania Federal, que ya acumulaba dos títulos del mundo. Lakhdar Belloumi y Rabah Madjer se transformaron en 90 minutos: pasaron de ser un par de nombres extraños a dos de las figuras del Mundial español. Los invisibles, de repente, aparecían reproducidos y felices en las portadas de los diarios del mundo por el 2-1 de los africanos. Habían conseguido desmentir a la historia: para ellos no valían nada los nombres de ese rival que luego llegaría a la final. Fue un eclipse. Y tapados por los imprevistos protagonistas de aquel 16 de junio en Gijón quedaron, por ejemplo, Karl Heinz Rummenigge, Felix Magath, Uli Stielike, Paul Breitner, Harald Schumacher, Peter Briegel, Pierre Littbarski, Manfred Kaltz.
De Senegal habían sido muchísimos de los muertos del ejército francés en la Segunda Guerra, según cuenta el escritor Eduardo Galeano. Tal vez lo sabían El Hadji Diouf y Bouba Diop ese día de 2002 en el que la vieja colonia bajó del pedestal a su antiguo colonizador, Francia. El partido inaugural del Mundial de Japón-Corea permitió aquella reivindicación breve: los europeos sintieron el dolor de una caída para la historia. Sucedió a los 30 minutos la jugada más importante de la historia senegalesa: aparición supersónica de Diouf por la izquierda, centro, definición de Diop y festejo para siempre. En el banco de los vencedores sucedía otra reivindicación. Bruno Metsu, el entrenador francés que tras la clasificación del seleccionado africano al Mundial se convirtió al islamismo para casarse con su mujer senegalesa, dijo con un orgullo nuevo: "Me sentí un senegalés más. Debo decirlo: fue el día más feliz de mi vida".
Fuente: http://www.clarin.com/diario/2010/02/18/um/m-02142232.htm
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario