Soy como soy, les guste o no. ¿Cuántas veces ha repetido esta frase ante las críticas de alguien o, incluso, ante usted mismo para justificar sus errores? Durante años, la sicología le ha dado la razón. Porque los estudios sobre el comportamiento humano, hasta hace poco, se manejaban con la teoría de que nuestra personalidad se moldeaba hasta los 30 años.
A esa edad, nuestra forma de ser se consolida y ya no cambia. El neurótico seguirá quisquilloso y arrebatado hasta sus últimos días, y el extravertido se mantendrá locuaz y comunicativo. Es la "teoría del yeso", es decir, que a los 30 el material que da forma a lo que somos se seca, se endurece y no se modifica más.
Si usted se identifica con este credo que considera a nuestra personalidad como algo rígido, similar a un destino ineludible, entonces es el momento de revisarlo. La sicología actual ha dado un giro histórico en este tema, y hoy afirma que la personalidad no es algo fijo, sino que se puede cambiar a voluntad pero, antes, necesitamos rectificar algunas creencias que actúan como freno a cualquier intento por mejorar nuestras vidas.
Esta modificación radical de la sicología es comparable a lo que sucedió con el estudio del cerebro. Hasta los años 90 se pensaba que nacíamos con una cierta cantidad de neuronas, las que se iban muriendo a lo largo de nuestra vida, sin posibilidad de recuperarse. Ahora sabemos que estas células nerviosas se siguen reproduciendo hasta que somos viejos, y que sus conexiones se modifican, según lo que aprendemos día a día, algo que se conoce como plasticidad cerebral.
Pero fue en el año 2003 cuando se produjo la primera sospecha de que la personalidad puede cambiar. Y no sólo en las primeras décadas de la vida, sino también en la adultez e, incluso, en la vejez.
Fue el equipo de investigadores de la Universidad de Berkeley, liderado por el doctor Sanjay Srivastava, quien despertó esta sospecha, tras analizar a más de 132 mil adultos con edades entre 21 y 60 años, 54% de ellos mujeres.
Este experto analizó en su estudio los cinco grandes rasgos que componen, en diferente proporción, la personalidad de cada cual. Se trata de: amabilidad, responsabilidad, neuroticismo, apertura y extraversión.
Sí cambiamos
El trabajo de Srivastava, publicado en el Journal of Personality and Social Psychology, reveló que después de los 30 años, las personas siguen presentando cambios en estos rasgos.
Por ejemplo, vio que la responsabilidad aumenta a lo largo de la vida -hasta los 60 años- con su mayor incremento entre los 20 y los 30 años. Este rasgo hace que las personas sean organizadas, planificadas y disciplinadas, lo que se vincula con los compromisos laborales y el desempeño en el trabajo.
La amabilidad, en tanto, aumenta con mayor fuerza en los 30 y los 55 años, lo que desmiente con firmeza la teoría de que la personalidad permanece igual. Este rasgo define a la persona como cálida, generosa y servicial, lo que se vincula a las relaciones interpersonales y a las conductas de cooperación.
El neuroticismo es el rasgo que tiene una mayor diferencia de género. En el hombre casi no hay cambio después de los 30, es decir, se mantiene igual desde los 20 años. Pero en la mujer, este rasgo se reduce en forma marcada y consistente hasta los 60. Este rasgo define a las personas que son en extremo preocupadas y emocionalmente inestables, lo que se asocia con depresión y otros problemas de salud mental.
La apertura a nuevas experiencias, por su parte, muestra un leve incremento antes de los 30 años, en ambos sexos. Después de esa edad, se registran pequeñas declinaciones, tanto en hombres como en mujeres. Y por último, la extraversión que se vincula a sociabilidad y locuacidad se reduce con los años en las mujeres, aunque no de manera importante. En los hombres casi no cambia.
Toda esta evidencia representa un desmentido radical a la teoría de que la personalidad no se modifica después de los 30 años.
"Estos rasgos siguen cambiando sistemáticamente a través de la vida, algunos incluso en forma más acentuada después de los 30. El aumento de la responsabilidad y de la amabilidad y la reducción del neuroticismo cuando adulto, parecen ser un indicador de mayor madurez y de mejor adaptación", dice Srivastava.
Creer que se puede
Para la sicóloga de la U. de Stanford, Carol Dweck, la mejor forma de modificar nuestros rasgos de personalidad es cambiando nuestras creencias acerca de otros rasgos que nos identifican, como son la inteligencia y el talento. Estas dos capacidades también se consideraban como algo con que nacíamos y se mantenía igual toda la vida. Hoy se sabe que son maleables y pueden cambiar.
Nuestra sociedad está obsesionada con la idea de que el talento y la genialidad son habilidades innatas, según Dweck. "Las personas que creen en este poder del talento tienden a no alcanzar sus potencialidades, porque están preocupadas de parecer inteligentes y no cometer errores. Pero quienes creen que los talentos pueden ser desarrollados son quienes realmente se esfuerzan, se exigen, se enfrentan a sus propios errores y aprenden de ellos", dice esta investigadora.
El año 2007 ella tomó a 400 estudiantes de quinto grado de varias escuelas en Estados Unidos. Tras responder una prueba, a la mitad se le elogió por ser realmente inteligentes al resolver bien el test, mientras que los demás fueron elogiados por su esfuerzo.
Después de esto, se les dio a elegir una nueva tarea: una fácil de hacer, pero de la que se aprendía poco. La otra más desafiante, más interesante pero que inducía a más errores. La mayoría que fue elogiado por inteligente eligió la fácil, mientras que el 90% de los felicitados por su esfuerzo eligieron la difícil.
Así, cuando un estudiante piensa que su inteligencia es algo fijo, se conformará con menos y evitará ponerse a prueba para no equivocarse y caer en el descrédito. Pero si se convence de que no es algo fijo y que su talento se puede acrecentar con trabajo y esfuerzo, eso impacta positivamente en sus rasgos de personalidad.
Por ejemplo, estos alumnos pasan a ser más abiertos a nuevas experiencias, ya que buscan desafíos para mejorar su desempeño, aunque cometan errores. También aumentan su responsabilidad, porque dedican más horas a estudiar, al tiempo que se hacen más extravertidos, aumentando su contacto con compañeros y profesores para aclarar dudas y profundizar materias.
Otro experimento: al mismo grupo de estudiantes se le aplicó una prueba de un curso superior, en la cual les fue mal en general. Luego, se les pidió escribir en forma anónima sobre esta experiencia para otra escuela y decir su nota. El 37% de los elogiados por inteligentes mintieron sobre su nota, mientras que sólo el 13% de los esforzados hizo lo mismo.
La primera clave: aprender de los errores
Según Carol Dweck, estudios realizados con niños y adultos "muestran un porcentaje amplio que no puede tolerar los errores". En especial entre quienes consideran que la inteligencia no se modifica.
Esto coincide con la evidencia de la neurociencia de que el ser humano sólo acepta el conocimiento que confirma sus creencias, rechazando lo inesperado. Algo que se encuentra en nuestro cableado cerebral.
En esto participan la corteza de la cíngula anterior, grupo de neuronas que evita cometer errores y que se activa ante cualquier complicación que no habíamos considerado, tras lo cual prefiere cambiar el foco de atención a otra cosa. En ese momento, en forma casi instantánea se activa la corteza prefrontal dorsolateral, que borra la experiencia reciente, algo así como la corteza "delete". Este funcionamiento es automático, por lo que si sucede algo inesperado, lo descartamos y borramos de nuestro mapa. Como si nunca hubiera sucedido.
Así, en lugar de equivocarnos y aprender de los errores, a medida que pasan los años, dedicamos nuestros mejores esfuerzos para hacer siempre lo correcto. Cuando las cosas resultan mal, como muchas veces sucede, nos dedicamos a recriminarnos, a culpar a otros o a ocultar lo sucedido. O nos justificamos diciendo que hay otros que se equivocan aún más.
Seguimos sin aprender de nuestros errores y sólo atinamos a descartarlos, como energía y tiempo perdidos. Cuando se asumen, por el contrario, la persona los incorpora a sus habilidades y logra mejorar sus métodos y estrategias de trabajo.
Algo relevante si consideramos lo que Niels Bohr, el destacado físico danés decía: "Un experto es una persona que ha cometido todos los errores en que alguien puede incurrir, en un campo muy específico de estudio".
Lo único que debe preocuparnos, según Stanley Gully, profesor asociado de la Escuela de Administración y Relaciones Laborales de la U. de Rutgers, son los errores estúpidos. "Estos son los que se repiten una y otra vez y que reflejan que la persona no aprende".
Para Gully, cuando hay que entrenar a alguien en tareas de alta complejidad, es preferible "alentarlo a cometer errores, en lugar de enseñarle a evitarlos". Porque cuando evitamos los errores, lo que estamos haciendo es evitar el aprendizaje.
FUENTE http://www.latercera.com/contenido/659_214006_9.shtml
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