Hablar sobre educación implica hablar sobre muchas cosas: alumnos, profesores, recursos, aprendizajes, evaluaciones, comunidad, estado; entre otras. Tras cada uno de estos conceptos podemos desarrollar una mirada que tiene como línea de base algún sustento teórico, pero del cual también podemos dar cuenta desde un punto de vista práctico y concreto.
Los discursos y quienes hacen estos discursos en educación así lo demuestran. En cada actor que opina sobre educación podemos encontrar distintos sustentos que sostienen su mirada de las cosas. Lo que cuesta encontrar es una mirada que integre y que nos muestre una visión holística del fenómeno educativo. De eso poco hay, por decir lo menos.
Pareciese que como país carecemos de una estrategia que sea capaz de involucrar las distintas visiones que se ponen en juego al momento de querer lograr una educación nacional de calidad que sea efectiva en poner a las nuevas generaciones a la altura de los momentos históricos y sociales que vive la humanidad.
Nuestras apuestas sobre este tema han sido muchas pasando por leyes y nuevas leyes; invirtiendo, según algunos, notables cifras en infraestructura, capacitación docente, apertura de oportunidades en educación superior; o colocando procesos de evaluación a quienes realizamos la labor educativa; aplicando y volviendo a aplicar instrumentos que nos permitan mirar los resultados de nuestros educando; generando comisiones y más comisiones de expertos y otros no tan expertos que posibiliten desarrollar una política pública sobre el tema; pero raya para la suma nuestra percepción es que seguimos tal como antes: detenidos y estancados sin ser capaces de dar el salto cualitativo que nos permita vivir la educación que nos merecemos.
¿Qué nos falta entonces?
Quizás lo primero que nos hace falta es reconocer humildemente que cada uno de los actores involucrados en el proceso educativo no ha estado a la altura de las circunstancias. Al contrario, cuando se actúa con una lógica que impone verdades sobre otras verdades lo que se obtiene no es el convencimiento soberano de las ideas, sino que sólo se logra la victoria parcial, aquella que no convence y menos convoca.
En segundo lugar, ha faltado osadía. Osadía para que de una vez por todas, optemos como país por una educación nacional de calidad que signifique entender que si queremos dar un salto significativo, debemos colocar todas nuestras energías en este proceso, pues éste no es sólo un tema de recursos o de indicadores estandarizados. Al contrario, sólo tendremos una educación digna cuando nuestras ideas y nuestras acciones tengan como eje y como foco a quienes más necesitan de este vital proceso, las familias y los niños y niñas de esas familias que aspiran legítimamente a conseguir a través de los procesos de aprendizaje un mejoramiento sustancial en su calidad de vida y en sus oportunidades de desarrollo.
En una tercera línea de desarrollo, hace falta un Estado fuerte, capaz de generar los consensos necesarios para observar y diseñar una educación que es entendida como la principal inversión que podemos desarrollar en el capital humano que tenemos. Pero también un estado fuerte que con claridad regule y defina la ruta de navegación a seguir. No sirve, en tal sentido, un Estado que mira como precario espectador como la educación queda entregada a manos del mercado, un mercado que no regula y que menos tiene como sentido la solidaridad en sus acciones.
Finalmente hace falta una ciudadanía involucrada en los procesos educativos, que más que confiar en la cultura del consumo y el endeudamiento, confía y permite que los sueños de miles de niños y niñas tengan una oportunidad de desarrollo en un país que tiene todas las condiciones para permitirlo.
¿Seremos capaces a sólo dos años de nuestro bicentenario de dar rienda a este ideal? La respuesta esta en nuestras manos, en nuestras ideas y en la convicción de que podemos lograrlo.
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